1994, Ruanda. En un pueblecito del sur del país llamado Mataba, en la casa de un pastor protestante se dejaron oír unos gritos: «¿Dónde está Inmaculée? ¿Dónde está esa cucaracha?». Detrás de la pared, oculta en un minúsculo baño secreto junto a otras seis mujeres, la susodicha contenía la respiración: si las descubrían, las mataban.
El holocausto ruandés había comenzado unos meses antes, aunque se llevaba ya preparando desde hacía más tiempo. La matanza fratricida de los hutus hacia los tutsis, las dos tribus del país, había estado anidándose en los corazones y, para colmo, el gobierno hutu alentaba a perpetrar dichos crímenes a través de su estación de radio.
Pero antes que todo esto sucediese, la familia de Inmaculée Ilibagiza, todos tutsis, podía calificarse de afortunada. Unos padres magníficos -ambos maestros- y unos hermanos cariñosos y brillantes en sus empresas. ¡Vivían un paraíso en la tierra! Un paraíso que se vio radicalmente frustrado el 7 de abril de 1994, fecha de inicio del holocausto.
Grupos armados con machetes y granadas rodearon la casa de la familia -a la que había acudido gente de todo el pueblo en busca de ayuda- y empezaron la carnicería. En medio del alboroto, el papá de Inmaculée la obligó a irse a refugiar a la casa del pastor Murinzi, que era un hutu moderado.
Immaculé en el baño donde estuvo encerrada con otras seis mujeres, unos años después |
El pastor, un hombre bueno, la escondió junto a otras seis mujeres. No hablaban, no recibían sino un poco de comida por la noche y casi no podían moverse. Estuvieron ahí por más de tres meses, pendientes de un hilo y con el miedo cerrándoles la garganta.
Fue en uno de esos días cuando los gritos sorprendieron la casa: «¿Dónde está Inmaculée? ¿Dónde está esa cucaracha?». «Podía verlos en mi mente -comenta Inmaculée- aquéllos que solían ser mis amigos y vecinos […] ahora recorrían la casa con lanzas y machetes llamándome por mi nombre. […] Sabía que ellos no tendrían misericordia, y en mi mente sólo resonaba un pensamiento: “Si me atrapan, me matan”».
No la atraparon, pero el infierno de esos meses fue intenso. Sólo la oración continua la mantenía en calma, aunque la lucha interior fue muy dura; muchas veces deseó aniquilar con sus manos a todos los que le deseaban la muerte.
«¿Por qué estás invocando a Dios? -sentía en su interior durante sus momentos de oración- ¿no sientes tanto odio en tu corazón como los asesinos?». Se dio cuenta de que no podría orar sinceramente si no dejaba que en su corazón reinara el perdón. Pero, ¿cómo?
Una tarde, escuchó desde la ventana del baño cómo un bebé moría en la calle. En su interior se levantó una nueva queja: «¿Cómo puedo olvidar a las personas que son capaces de hacerle algo así a un bebé?». Y la respuesta, sencilla, le golpeó: «Todos ustedes son mis hijos y el bebé está conmigo ahora».
Machetes confiscados a rebeldes hutus |
Unas tropas francesas llegaron a la región, buscando sobrevivientes; el pastor condujo al campamento a las cansadas mujeres. Y ahí se topó con la noticia escalofriante, aquella que había estado negando todos esos meses: toda su familia, a excepción de su hermano Aimable, residente ese momento en Senegal, había sido asesinada.
Lloró. Gritó. Pero, sobre todo, oró mucho a Dios. Y perdonó.
Tras muchas peripecias -más infortunios con hutus; la llegada del Frente Rebelde Popular tutsi, que había luchado por liberar el país; la vuelta a Kigali, la capital, etc.- Inmaculée inició a trabajar en la ONU, en la misión de asistencia para la reconstrucción del país. En esa circunstancia, y tras un breve espacio de tiempo, se le concedió la posibilidad de regresar a su pueblo Mataba y ver lo que quedaba de su familia. Aceptó.
La experiencia fue dolorosa. Encontró las improvisadas tumbas de su madre y su hermano Damascene (brutalmente asesinado a machetazos); su padre y su hermano Vianney habían sido tirados a fosas comunes. Contempló su casa en ruinas. Pero, sobre todo, vio los rostros de sus asesinos, espiándole tras las ventanas de las casas. En sus pupilas descubrió pánico y resquemor.
Tarde, se dirigió a la cárcel. La recibió el burgomaestre y le trajo al jefe de la pandilla que había asesinado a toda su familia. Lo conocía: Felicien, un hutu con cuyos hijos ella había jugado en la primaria. Había sido su voz la que la llamaba en la casa del pastor… Sintió escalofríos.
«¡De pie, asesino! -le gritó el burgomaestre- Levántese y explíquele a esta chica por qué su familia está muerta. Explíquele por qué asesinó a su madre y descuartizó a sus hermanos». El hombre, con sucias ropas colgándole a jirones, lloraba. Cruzó su mirada por un instante con la de Inmaculée.
Ella se estiró hacia él, le tocó ligeramente las manos y le dijo en voz baja lo que había ido a decirle: «Lo perdono». Su corazón sintió un alivio inmediato y pudo comprobar que la tensión se liberaba de los hombres de Felicien.
Se puede obtener el libro de Inmaculée en el siguiente enlace:
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