La Jornada Mundial de la Juventud en Madrid ha acaparado los titulares de muchos periódicos (nada menos que alrededor de 54,000 noticias), siendo la envidia de artistas y políticos deseosos de publicidad. Por ello, me sentía un tanto reticente a escribir. ¿Qué más podría aportar un artículo mío al asunto?
No me resultó difícil encontrar la respuesta. Después de todo, estas líneas brotan de una experiencia y no de una reflexión de escritorio: yo estuve en Madrid. Y lo que viví en esos días, lo que mis dedos tocaron, sólo puede traducirse en algo tan sencillo como increíblemente profundo: Dios actúa en la historia humana.
Y es que, por un momento, Madrid me pareció una especie de relato bíblico, en donde Dios bajaba a pasear y a conversar con los hombres. Porque nadie me puede negar que vimos a Dios en las procesiones de los jóvenes con sus banderas multicolores, en los miles de sacerdotes y monjas paseando a sus anchar por las calles madrileñas, en la sonrisa de todos los peregrinos, en la mirada penetrante del Papa. Incluso periódicos contrarios a la Iglesia no pudieron negar el éxito de los días pasados junto al Santo Padre Benedicto XVI, que no ha dudado en describir esos días como «don precioso» de Dios que «da esperanza para el futuro de la Iglesia».
Permítanme, sin embargo, dejar de lado este santo revuelo y centrarme en lo que considero el mayor fruto de esta JMJ. Mucho más que la multitudinaria asistencia (más de dos millones de jóvenes); mucho más que el éxito de la organización; me atrevería a decir que más incluso que las mismas palabras del Santo Padre; mucho más que todo eso fueron los encuentros personales de cada alma con Dios, particularmente en los sacramentos.
Lo que viví en primera persona en esos días madrileños fueron las más de diez horas diarias confesando. Sentado en la entrada del Café Vocacional, que montamos en el Real Café del estadio Santiago Bernabéu, numerosas personas pusieron su vida en manos de Dios. Algunos (muchos de ellos), después de diez, veinte y hasta treinta años sin confesarse; otros con una confesión más sencilla para prepararse mejor a la llegada del Papa. Unos y otros tocaron con su corazón la misericordia divina y experimentaron, una vez más, que Dios es el Amor paciente que todo lo perdona.
Una anécdota particularmente hermosa en este sentido la protagonizó alguien que, en realidad, no participaba como peregrino. En el Café Vocacional había gente del Real Madrid vigilando que todo saliese bien o sirviendo en el bar. A medida que pasaba el tiempo, se fueron contagiando del entusiasmo de los jóvenes, de la presencia constante de Cristo Eucaristía (que teníamos en adoración constante en una capillita que situamos en un palco VIP del estadio), de la sonrisa de los organizadores del evento. Al tercer día del Café, uno de los vigilantes comenzó a charlar con uno de los sacerdotes y acabó confesándose… después de treinta años de no haberlo hecho (así lo presumía él después a todos). El cambio que dio su rostro merecería un lugar privilegiado en cualquier exposición de obras de arte.
He leído que no he sido el único que ha estado tanto tiempo confesando; algunos incluso mucho más (como revela este hermoso artículo). Y aunque las matemáticas no suelen ser un problema para mí, no puedo ni imaginarme la cantidad de personas que se confesaron al ser casi 8000 los sacerdotes presentes.
Religión Confidencial nos revelaba que el 81 por ciento de los peregrinos afirma que la JMJ le ha reforzado su relación con Dios y el 55 por ciento ha podido discernir mejor su vocación. Tal vez por eso no me extrañó tanto el resultado de una pequeña encuesta que realicé. Al terminar la Jornada, pregunté a unos 20 jóvenes que conocía qué fue lo que más les gustó de la JMJ. Todos y cada uno de ellos (alguno incluso diciéndome que fue un antes y un después en su vida) me contestaron: «los minutos de adoración ante Cristo Eucaristía, en silencio, con el Papa y los dos millones de jóvenes».
¿Mensajes, amistades, eventos? Sí, todo ello es muy hermoso y aleccionador y no cabe duda que necesario en toda Jornada Mundial de la Juventud. Pero lo que ha hecho de Madrid un pequeño rincón de cielo, lo que ha manifestado particularmente la acción de Dios en nuestra historia, han sido estos encuentros personales, muchas veces callados, de cada joven con Cristo, su Amigo.
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