martes, 29 de noviembre de 2011

Aquella niña que yo no quería... nacerá

Comparto el testimonio de Isabel, de 19 años, una estudiante de Enfermería, que se quedó embarazada tras una relación con un coetaneo que la ha dejado, diciéndole que no quería ser padre. Isabel, valientemente, ha decidido contar su historia a la página "La Bussola Quotidiana" (que amablemente me ha permitido compartirlo).

No es una fábula con un bonito final feliz, sino la conmovedora experiencia de una joven como tantas que, de repente, es lanzada fuera de su cómoda naturalidad. Una historia no carente de dudas, incertezas y miedos. Y justamente por esto, se nos presenta extraordinariamente auténtica.


***

Me parece que fue ayer el día que descubrí mi embarazo. Me hice la primera prueba: el ansia que crecía. La segunda prueba... positivo. Y lo miraba fijamente: positivo, ¡positivo! Una sensación de pérdida me cubre en un momento, el terror se apodera de mí y yo quedo paralizada, incapaz de reaccionar. Describir una situación así es difícil, casi imposible: es como una vibración que nace de las entrañas y se propaga por todo el cuerpo, un veneno letal desde el interior que te come las energías y apaga toda luz. La única cosa que era capaz de ver era mi vida literalmente destruida y desmembrada, mis proyectos aplastados, el futuro que estaba construyendo convertirse en una utopía inalcanzable. La persona que quería ser ya no existía, era un recuerdo lejano. Mis sueños desaparecieron, junto a mis 19 años; me los había jugado para siempre.

Sólo el mero pensamiento de tener que comenzar el embarazo provocaba a mis padres un mal indescriptible. La idea de ver la desilusión impresa en sus rostros y perder su estima, me hacía enloquecer. ¿Cómo salir de este desastre?

No obstante todo esto, la idea de abortar me asustaba mucho, muchísimo más. Pensar en esos fríos instrumentos meterse dentro de mí y hacer pedazos un cuerpecito... ¡No! No habría podido soportarlo. Había visto en internet algunas terribles fotos de fetos abortados en las primerísimas semanas: pequeñas miniaturas de una persona hecha pedazos. No, no podía. Dentro de mí había una vida concebida por equivocación, ciertamente no querida, pero no podría resolver el problema en ese modo, no podría solucionar el error con otro más grande e irreparable. Y, aún así, no quería a ese niño.

Contrariamente a lo que trágicamente me esperaba, cuando confesé a mis padres -llorando y llena de vergüenza- que esperaba un hijo, no se produjeron ni gritos ni azotes de puertas. Sólo un silencio acompañado de la preocupación en sus rostros, lágrimas apenas retenidas en los ojos de mi madre y, después, muchísimo consuelo y amor. Y no es que el camino haya sido fácil; todo lo contrario. Pero nunca ha disminuido este amor: el de mis padres, que en la pérdida me han entendido, y el de mi hermana mayor, que no me ha dejado sola ni un momento.

Los primeros tres meses han sido los más difíciles. Antes de la concepción, el papá del niño, jovencísimo como yo, se había mostrado inestable y, cosa todavía más grave, mentiroso y violento. Yo era débil y estaba enamorada, por lo que no lograba separarme del todo de él, pues de vez en cuando creía a sus palabras y promesas, a pesar de que me mostraba desprecio: «Sin mí te quedarás sola toda la vida», me decía. Cuando le dije que esperaba un niño, las reacciones vinieron en vaivenes. Primero, los prontos de ira, después las presiones psicológicas («A tu edad, el aborto es la única cosa inteligente por hacer») y después desaparecía para regresar dulce como el hombre más dócil del mundo, y yo lo acogía, cada vez, en el dolor. Al tercer mes, desapareció completamente; se encontró otra chica. Sin la carga.

Fueron momentos de profunda tristeza. Sentía desprecio por la persona con la que había estado, pues me aparecía con toda evidencia lo irremediablemente vacío, superficial y frío que era. Me odié, lo hice por meses enteros, tal vez incluso ahora me odio por no haberme alejado antes, porque sin él ahora podría todavía tener una vida de veinteañera: los amigos, la universidad, el ocio.

En el desconsuelo más total acepté, no sin dificultad, hablar con un sacerdote, pues mi alma se había roto. No quería ese hijo, pero sabía que no podría vivir más serenamente escogiendo la salida más "fácil" y más "obvia". En medio de los miedos y llena de dudas, tenía una cosa clara: no quería dañarme el alma llevando a cabo un acto tan terrorífico. Pero me sentía una madre degenerada: no quería matar esa vida, pero deseaba, esperaba e incluso oraba para que tuviese un aborto espontáneo. Don Fabio, el sacerdote, me tranquilizó, haciéndome sentir totalmente normal: «Este nacimiento será una gracia», decía. A decir verdad, yo no lo creía, pero me sentía consolada.

Decidí fiarme del proyecto de Dios, un proyecto que no acepté al inicio y que aún hoy me cuesta entender. Parece surreal, pero poco antes de descubrir mi embarazo, había estado reflexionando sobre el proyecto de Dios en nuestras vidas. Me encontraba en el hospital, llevando a cabo la formación prevista en mi facultad, y cada día tenía que toparme con personas que luchaban contra enfermedades devastantes con una fuerza extraordinaria. Me sentía culpable, yo, porque estaba bien, porque mi vida era normalísima y no tenía dificultades particulares, porque dentro de ese hospital estaba sólo aprendiendo y estudiando, no como esos enfermos, postrados en la cama para combatir el dolor y rasgar un día la muerte. Recuerdo muy bien que un día, me dirigí a Dios con una gratitud inmensa en el corazón, dándole gracias por esta vida tan perfecta en comparación con la de aquellas vidas de sufrimiento. Y esa misma noche, mientras estaba recostada en mi cama, le pregunté cuál era su proyecto para mí, para mi vida.

No podría ni imaginar que ni siquiera un mes después, mi normalísima vida se haya distorcionado. Sólo pensándolo, me dan ganas de reír.

Mi hija nacerá en poco tiempo, en menos de un mes, y, lo admito, no siento ni amor ni afecto. Me dicen que es normal, que apenas nazca será distinto. Pero yo no sé qué hacer, no sé siquiera si la tendré o la daré en adopción. No sé qué sea lo mejor para mí, no sé qué sea lo peor para ella. No me queda sino confiar a Dios esta decisión, la enésima ya, esperando que me ilumine. Sé que cualquiera de las dos decisiones será difícil y dolorosa, pues cualquiera de las dos será una renuncia enorme. Eso sí. no me arrepiento de no haber abortado, habría sido innatural. Desde el principio me he dado cuenta que había una vida dentro de mí. No "una vida", en abstracto, sino ¡la vida de una persona dentro de mí! Recuerdo como si fuese ayer la primera ecografía, cuando aún estaba a tiempo de abortar. Sentí por primera vez el batir del corazoncito; lloré desesperada. Y, sin embargo, me río cada vez que uno me dice: «es un cúmulo de células». Si es así, déjalo ahí donde está y verás que sucede. ¿Qué quieres que sea un cúmulo de células? Dices que no es un niño. Bueno, entonces ¿para qué hay que hacerlo pedazos? Déjalo en tu cuerpo tranquilamente; total, no está vivo, ¿no? Venga, ¡es ridículo! Y sin embargo, cada día se pierden en el vacío los llantos silenciosos de niños que no tendrán nunca una vida, porque el egoísmo de sus madres ha contado más para ellas.

Estoy ya al noveno mes, aún tendo muchas dudas, muchas incertezas. Pero de una cosa sí que estoy convencida: siempre hay una alternativa al aborto. Y quien sostiene que dejar que el propio hijo en adopción sea un acto peor que el aborto mismo, debería ponerse una mano en la conciencia, porque es un acto de amor, dolor y sacrificio. Podrás convivir contigo misma, sabiendo que aquel hijo vive porque tú has escogido no matarlo: sabiendo que una familia cuidará de él con amor, y también que él tendrá su oportunidad en esta tierra. Tú has tenido la oportunidad de vivir y es de justicia que la tenga también él. Y es que una oportunidad la merecemos todos.


1 comentario:

  1. Gracias, Isabel, por personas como yo que no podemos embarazarnos y ansiamos tener un niño en nuestros brazos. Gracias por la oportunidad de amar.

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