Es muy conocida por todos la famosa anécdota de Wellington, el general inglés que ganó a Napoleón en la batalla de Waterloo. Después de su victoria, regresó a la escuela que le vio nacer en su formación militar y dijo sencillamente: «Aquí se ganó la batalla de Waterloo».
Me ha venido a la mente esta frase al recordar que muchos jóvenes se encuentran ahora en exámenes. Tiempos de mucho nerviosismo, de éxitos y de algún que otro enfado. Y me da la impresión que son pocos los que se dan cuenta que, más que unas preguntas de matemáticas o de derecho, lo que se pone en juego ahí va más allá: representan la actitud de cara a futuras batallas. Y tal vez la mayoría de estos estudiantes viven con la miopía de no ver cómo se pierde la sociedad, cómo se desmorona por la falta de una sólida formación, también en el campo intelectual.
El estudiante es un ciudadano en su pleno derecho. Y con los mismos deberes. Por lo mismo, debe contribuir al bien de la sociedad. ¿Cómo? Con sus estudios. Es como un sello que marca la finalidad de su vida actual, pues en cierta manera su vida de estudiante da un más o un menos al resultado final de la ecuación de nuestro mundo.
Existe un dogma hermosísimo en la Iglesia Católica llamado "Comunión de los Santos", en donde se afirma que cada acción que realicemos, buena o mala, repercute realmente en provecho o en desgracia del resto de los seres humanos. Y así es: no nos pertenecemos de modo absoluto. Somos “hombres-para-el-otro”, si se me permite la expresión. Y por esto debemos prepararnos tanto intelectualmente, para poder dar lo mejor de nosotros mismos en la construcción de un mundo más perfecto.
El Rey Balduino de Bélgica entendió muy bien su misión en la sociedad -en su caso como monarca- cuando dijo: «Soy rey para amar a mi país, para orar por mi país, para sufrir por mi país». Y los estudiantes deberían saber que su finalidad no debe orientarse tan lejos de estas aspiraciones: amar la sociedad en la que viven (buscando que sea la mejor posible), orar por el mundo en el que se mueven (para que viva lo más cercano a Dios) y sufrir por todos los hombres con el heroísmo de sus vidas (para que, como semilla que cae en el surco, el dolor eleve la sólida planta de grupos humanos más justos y más perfectos).
Por ello, cada minuto del estudio es tan importante. Cada apartado que se cultiva, que se interioriza y se asimila es un arma muy útil para poder construir el futuro de la propia nación. Cada estudiante está llamado a ser llama viva que debe alumbrar, pues «si vosotros no ardéis de amor, habrá mucha gente que morirá de frío» (Francois Mauriac). Y ¡cuánto invierno en nuestro mundo!
Sólo con esta concepción de la vida estudiantil se podrá crecer y plantar cara a las futuras batallas; salir de las trincheras del miedo y de la incertidumbre. Y no sólo se vencerá un “Waterloo” cualquiera, sino la batalla definitiva en la construcción de una sociedad que camina a la Patria definitiva: la eternidad con Dios.
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