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sábado, 7 de mayo de 2011

Un oculista en el Huerto de los Olivos

Un niño se me acercó un día y me preguntó con una sonrisa dibujada en su rostro: «¿Sabes por qué los miopes no son creyentes?». Por mi mente, pasó veloz el rostro de mi padre con sus gafas; sonreí. «No –respondí– ¿Por qué?». «Porque no pueden ver el más allá» y así como respondió, se tiró al suelo a carcajada limpia.

¡Un chiste no muy bueno… pero profundo! Me hizo reflexionar mucho. Sobre todo me hizo ver cuánto necesitamos de oculistas en este mundo, especialmente ahora en nuestra España, en donde ciertas leyes quieren abrir las puertas a la eutanasia, (un ejemplo en Hazte Oir: http://bit.ly/jaQhAl). En un primer plano sólo ven el dolor y el sufrimiento, pero para el que usa “gafas”, la dignidad de la persona y el amor a ella se esclarecen en el fondo, en ese más allá que, por desgracia, no todos ven.

Digámoslo sin miramientos: la eutanasia es la actuación que causa la muerte a un ser humano para evitarle sufrimientos. Es siempre una forma de homicidio, pues implica que un hombre da muerte a otro, ya sea mediante un acto positivo (eutanasia activa), o mediante la omisión de la atención y cuidados debidos (eutanasia pasiva).

Además, la mayoría de los enfermos no están deseando dar el paso al otro lado. Son frecuentes los casos de gente aquejada por terribles dolores, admirables por su espíritu de superación y por su desarrollada humanidad. El sufrimiento, con amor y esperanza, también hace crecer. Cuando el sufrimiento toca a la puerta y se le abre con una sonrisa, nuestra mirada se purifica: todo el que sufre, y sufre bien, acaba teniendo ojos de niño.

Recuerdo a José Luis Martín Descalzo, el sacerdote que repartió sus razones de cariño en este mundo humano que parece extinguirse. Poco antes de morir, tras cargar con una enfermedad algo molesta, escribió lo siguiente: «Dejadme que os confiese con sencillez que yo jamás pido a Dios que me cure. No lo pido […] porque temo que, si me quitase Dios mi enfermedad, me estaría privando de una de las pocas cosas buenas que tengo: mi posibilidad de colaborar con Él más íntimamente, más realmente. […] Que no me la quite. Estar, vivir en este Huerto de los Olivos, no es ningún placer, pero sí es un regalo, un don, tal vez el único que, al final de mi vida, pueda yo poner en sus manos de Padre».

Ojalá que todos podamos valorar lo que esto significa. Muchos enfermos lo necesitan. Y, más que ver la forma de cómo acabar indignamente su sufrimiento –si se puede aliviar, claro que sí, pero no a costa de su vida– en vez de esto, digo, acudamos a su lado y querámosles, sostengámosles, sonriámosles. ¡Qué fácil seguir en ese vía crucis cuando uno se siente amado y ayudado! Lánzate y, si aún no las tienes, por favor, búscate unas gafas... son indispensables en el Huerto de los Olivos.

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