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jueves, 26 de enero de 2012

El pescador dormido en el Huerto

Hoy quisiera empezar una nueva sección de mi blog. Reconozco que es un paso arriesgado y que abro la posibilidad a que los más avezados puedan criticarme, dada mi poca experiencia. Y es que voy a publicar por primera vez uno de mis poemas.

Cursi, sentimental, llámenlo como quieran. Pero, ¿saben una cosa? Creo que se ha perdido mucho la apreciación de la poesía. Y, sin embargo, nunca se ha expresado realidades tan profundas si no fue en la hermosa cadencia de un verso. ¿Quién ha descrito mejor lo que es el contacto con Dios si no San Juan de la Cruz? ¿Y el amor no se ha inmortalizado en plumas como las de Bécquer?

En fin, que con algo de bochorno y sonrojo, les dejo aquí esta poesía que ha sido fruto de la contemplación que he tenido en varias ocasiones de Getsemaní. La he puesto en boca de Pedro. Espero que les guste.


***

EL PESCADOR DORMIDO EN EL HUERTO
  

Más allá del torrente Cedrón,
tras haber terminado la Cena,
nuestro miedo creaba aflicción,
nos callaba la voz la tensión
y la angustia aumentaba la pena.
 
Sólo yo no mostraba terror
por el vino y mi espada alentado.
Y así, presumiendo valor,
entré presto en el Huerto de Dios
recordando qué había jurado.
 
«Yo me voy» había dicho el Señor,
«a un lugar al que tengo que ir solo».
Esta frase creó en mi interior
tal pasión, sobresalto y ardor
que le hablé con impulsos de loco.


«¿Dónde vas», pregunté con temor,
«que no pueda yo estar a tu lado?
¡Yo jamás voy a ser un traidor!
¿Es que no te he probado mi amor?
Rasgaría por ti mi costado».

Tal fue el voto que mi alma lanzó
Y quería ahora probarlo.
«¡No habrán gallos, no habrá negación,
aunque venga una entera legión!:
no me importa el trago amargo».

De repente el Rabí me llamó
junto a Juan y a su hermano Santiago.
«Acompáñenme aquí, por favor.
Necesito hacer oración,
Se presenta un momento aciago».

 De tristeza, su rostro mudó
cual si viera cercana la muerte.
Fuese a un tiro de piedra y gritó:
«¡Abbá, Padre! Escucha mi voz»,
y tumbóse en la tierra, inerte.


 Mientras tanto, mi mente pensó:
«¡Otra noche sin sueño y descanso!».
Y mirando un olivo dulzón
me tendí en su raíz de algodón,
arrullándome, al punto, el cansancio.

«Pero, ¡vamos! Despierta, Simón.
¿Ni una hora has velado conmigo?
Vigilancia y profunda oración
necesitas en la tentación.
¡Es tan fácil perder el camino!».

Ante tal reprimenda y sermón
yo no supe ni qué contestarle.
Sólo vi que otra vez se alejó
a elevar su plegaria anterior
hacia Aquél que podría escucharle.

«Sí que está exagerando el Señor»
susurré cuando ya se hubo ido.
«Hoy no quiero más loca emoción.
Que me dejen dormir, ¡maldición!;
Ya habrá tiempo de rezos y ruidos».


Mas entonces la hora sonó
avivando enteras colmenas.
Un chispazo alumbró mi sopor:
vi un enjambre que al Huerto llegó
arrastrando su odio y cadenas.

Mientras iba cobrando el vigor
de mi cuerpo aún entumido,
vi que Judas a Cristo besó,
entregando así a Moloc,
a Quien siempre le amó como amigo.

Tras aquello, la chispa encendió
y saqué de la vaina el acero.
Pedí ayuda y nadie acudió:
ni Santiago, ni Juan, ni Simón,
ni Tomás, ni Andrés, ni Mateo.


Todo entero, mi cuerpo tembló
pero no me sentí amedrentado.
Me lancé con incierto furor,
una oreja mi rabia cortó:
era un pez convertido en soldado.

Aun entonces, Jesús dijo: «¡No!,
guarda pronto la espada en su funda.
¿Qué no ves que es designio de Dios?
Y aunque puedo, no pido el favor
a mi Padre de enviarme su ayuda».

No entendía aquella razón
mas sus ojos en mí se clavaron.
¡Fue como una punzada de sol!
Y no supe más qué sucedió:
Sólo sé que corrí asustado.

Pero algo en mí retumbó
Agitando mi oscura soberbia
¡Mi promesa de no ser traidor!
Y volviéndome la presunción,
inicié otra vez la comedia.

Me encontré frente a un gran portón
de la casa de Anás, sacerdote.
Al tocar, pronto alguien abrió…
Pero, ¡basta! No puedo, Señor.
Recordarlo es peor que un azote.

 A quien dio Jesucristo el honor
de llevar el timón y la vela
al que hace tres años llamó,
ese Kefas, su gran Pescador,
le negó ante una vil mujerzuela.
 

Muy puntual, el buen gallo cantó
Repicando mi triste conciencia.
Se partió en dos mi corazón:
Descubrí que era débil mi amor.
¡Qué dolor, de verdad! ¡Qué vergüenza!

Y no obstante, aprendí una lección
cuyo ungüento sana algo mi herida:
«Vigilancia y profunda oración».
¡No mis fuerzas, no el hambre de acción!
Esta es, ya, mi regla en la vida.

Más allá del torrente Cedrón
en el puesto en que fue nuestra Cena
lloro, rezo y pido perdón,
y esperando su Resurrección,
va calmándose un poco mi pena.

3 comentarios:

  1. Es muy hermoso, como ponernos en la piel de quien lleva el peso de haber negado a Jesús, cómo juzgarle? si lo mas probable es que hubieramos hecho lo mismo...
    Gracias por dejar el bochorno de lado y compartirnos este poema... Estaré esperando por más.
    Un saludo

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