Aeropuerto de Fiumicino, en Roma: 9:00 p.m. Me encontraba esperando desde hace treinta minutos la llegada de una persona y la pantalla de vuelos me anunciaba, burlona, un retraso de otra hora más.
Resignado, decidí pasear mis ojos entre el resto de mis compañeros de espera. Ahí tenía a ese buen anciano, que la llegada de uno de sus hijos y su familia para la próxima navidad parece que alumbrará un poco la noche. Más adelante, estaba la joven enamorada que miraba anhelante la llegada de su príncipe azul. A mi izquierda, algo cansados, un grupo señores sostenían entre sus manos unos letreros pertenecientes a “Mr. Williamson” a “Mrs. Miles” o a “Sorenberg Group & Co”. Detrás de ellos, tres niños jugaban a perseguirse bajo la atenta mirada de su madre, mientras, de vez en cuando, echaba una ojeada a la puerta de salida por si llegase a salir su marido. Y de la puerta entró corriendo una pareja, pensando haber llegado tarde, para resoplar después, decepcionados, ante la pícara pantalla anunciadora de los vuelos. ¡Cuánta variedad de personajes puede reunir una sala de aeropuerto!
Como aún me quedaban varios minutos, tomé el libro que había traído conmigo y comencé a aprovechar mi tiempo. Se trataba de la biografía espiritual de la Madre Teresa, «Ven, sé mi luz». Tras un momento de lectura, en la que el autor comentaba la correspondencia de la Santa de Calcuta, revelándonos la profundidad de su alma, me encontré con esta frase en una de las cartas: «Rece por nosotros, Padre para que nuestros corazones puedan ser el pesebre que escoja Nuestra Señora para su Bebé».
Levanté la mirada y volví a repasarla por la sala. ¡Ahí estaban todos todavía! El anciano, la enamorada, los niños juguetones, los señores cansados y el matrimonio decepcionado. Todos ellos eran posibles cunas que la Virgen podría escoger para que Cristo Niño volviese a nacer esta navidad. Tal vez ya haya tocado a su puerta, pidiendo posada… y la Sagrada Familia habría tenido que irse a otro lugar.
Pensé cómo, si supiésemos Quién era el que nos pedía esas migajas de nuestro amor, se las daríamos sin pensarlo. De nuevo, resuenan las palabras de Cristo: «Si conocieras quién te pide de beber…». ¡Él es Rey del Universo, el Todopoderoso! Y, sin embargo, decide hacerse mendigo de nuestro amor. ¿Qué tanto acogerían a Dios en su corazón éstos que estaban a mi lado?
Miré al anciano. Ha cargado ya toda una vida en sus espaldas y tal vez lo que le abruma es esa soledad que ahora su hijo le va a robar, gracias a Dios. ¿Hay por ahí algo que no ha llegado a perdonarse? Seguramente si acogiese a Cristo Niño en su corazón, Él podría reinar y traer esa paz a su vida cansada.
Ahí estaba la guapa novia. ¿Qué tipo de mirada tenía? No lo sabía. ¡Cómo pedía a Dios que su amor haya sido tan puro como el que Cristo Niño quería traer a la tierra! Porque Él también estaba enamorado de su corazón –aún lo está– y le pedía que lo esperase tanto como a su príncipe azul. Si sólo le abriese un poco su alma, Él podría reinar y llenarla de un amor auténtico y eterno.
¿Y qué decir de los señores-carteles? Sus caras revelaban cansancio, fastidio. Su vida parecía ser algo no digno de vivirse: eran simplemente anuncios de algo que no querían ser. Pero si dejasen que Cristo se sentara en el trono de su corazón podrían experimentar que la vida vale la pena y que todo tiene sentido con Él.
Con Cristo Niño, los niños podrían seguir jugando todo lo que quisiesen, pues su reino trae paz y serenidad. Esas sonrisas, tan inocentes, tendrían un voto también en los parlamentos y juzgados (como lo harían también los de tantos niños no nacidos). Más aún: los adultos podríamos razonar como ellos, sin ninguna otra preocupación que amar y forjar una sociedad totalmente justa, fundada en el reinado de Cristo.
Y así se podría decir de todos: del matrimonio que ahora abrazaba a sus amigos que acababan de llegar, de la adolescente que le estaba contestando de mala manera a sus padres, de la señora que estaba terminando de maquillarse, del señor que maldecía a un teléfono, de ese par de religiosas que reían a causa del comentario de otra, de ese joven que bostezaba por el cansancio de un día en la universidad, ¡y también de mí! Cristo desea reinar en el corazón de todos nosotros en esta cercana navidad.
De pronto, una voz me despertó de mis pensamientos: «¿Dónde estabas?». Era la persona a la que esperaba. ¡El aeropuerto de Roma nos había hecho otra mala jugada! Viniendo de Madrid, lo sacaron por las salidas nacionales, en donde había estado esperando hace ya media hora. ¡Paciencia! Le di un fuerte abrazo de bienvenida y le tomé la maleta.
Antes de partir, volví la vista a mi ya querida sala de espera. El anciano ya había partido con su hijo y familia. La joven desahogaba ahora toda su espera con un fuerte abrazo de su príncipe y con un beso enamorado. Los niños parecían más tranquilos, pues ya la mamá les había avisado que su papá estaba por salir. Los carteles de los aburridos señores anunciaban ahora otros destinatarios. Elevé a Dios una oración por todos ellos, parafraseando las palabras de la Santa de Calcuta: «Que sus corazones, Padre, puedan ser el pesebre que María escoja para que tu Hijo nazca y, de esta manera, reine, a través de ellos, en todo nuestro mundo». Dicho esto, salí corriendo, pues mi amigo se me había adelantado y ya franqueaba la puerta de salida.
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