Durante mi adolescencia existía lo que nosotros llamábamos el mito japonés. Dicha leyenda consistía en la creencia de que Japón era el país más triste del mundo, gracias a la fuerte caída de la religión entre sus habitantes tras la desgracia atómica de la Segunda Guerra Mundial. Y para mis ojos juveniles de púbero recién salido del cascarón ir a ese país me parecía un sinónimo de la antesala del infierno.
Miren por dónde, me he topado con una situación similar en nuestra Europa postcristiana, gracias a la noticia que el periódico español “El Correo” reportó el 3 de marzo del 2010: los suicidios ocupan en España el primer puesto en la lista de fallecidos por muerte externa (es decir, sin contar las enfermedades).
Tomado del análisis hecho en 2008, el Instituto Nacional de Estadísticas (INE) comenta que 3 mil 421 personas se quitaron la vida durante 2008, mientras que la siniestralidad en la carretera, que ocupaba el primer lugar de este triste ranking, bajó un 20 por ciento y causó 3 mil 21 fallecidos.
Me he restregado esos números por la cara y no he podido dejar de reflexionar. ¿Qué está pasando en una sociedad cuyos miembros deciden cortar el hilo de sus vidas con la facilidad con la que uno se cambia de camisa? Dejando de lado los casos de enfermedad psíquica que puedan darse, ¿qué hemos perdido para que actúen así?
Me he restregado esos números por la cara y no he podido dejar de reflexionar. ¿Qué está pasando en una sociedad cuyos miembros deciden cortar el hilo de sus vidas con la facilidad con la que uno se cambia de camisa? Dejando de lado los casos de enfermedad psíquica que puedan darse, ¿qué hemos perdido para que actúen así?
En medio de mi reflexión, cayó a mis manos el mensaje que el Papa Benedicto XVI envió a los jóvenes para la pasada Jornada Mundial de la Juventud (2009). En ella, el Santo Padre, con esa sutil inteligencia a la que nos tiene acostumbrados, hacía un balance de lo que la juventud se plantea en su existencia:
“Cuando se es joven se alimentan ideales, sueños y proyectos; la juventud es el tiempo en el que maduran opciones decisivas para el resto de la vida. Y tal vez por esto es la etapa de la existencia en la que afloran con fuerza las preguntas de fondo: ¿Por qué estoy en el mundo? ¿Qué sentido tiene vivir? ¿Qué será de mi vida? Y también, ¿cómo alcanzar la felicidad? ¿Por qué el sufrimiento, la enfermedad y la muerte? ¿Qué hay más allá de la muerte?
“Preguntas que son apremiantes cuando nos tenemos que medir con obstáculos que a veces parecen insuperables: dificultades en los estudios, falta de trabajo, incomprensiones en la familia, crisis en las relaciones de amistad y en la construcción de un proyecto de pareja, enfermedades o incapacidades, carencia de recursos adecuados a causa de la actual y generalizada crisis económica y social.
“Nos preguntamos entonces: ¿Dónde encontrar y cómo mantener viva en el corazón la llama de la esperanza?” (Mensaje del Santo Padre Benedicto XVI con ocasión de la 24 Jornada Mundial de la Juventud, 2009).
Me imagino que muchos jóvenes –y no tanto– se habrán trazado esta pregunta: ¿qué me mantiene en esta vida? En medio de una crisis, que más que económica es moral, experimentamos desasosiego y tribulación. Y si a esto se suman las contrariedades más difíciles de la vida, como la muerte de un ser querido, ¿qué puede mantenernos en pie?
Cuentan una peculiar historia del actor británico Sir Alecc Guinnes, el Obi-Wan Kenobi de Star Wars. En el descanso de una filmación, dio un paseo vestido con sotana, vestimenta del papel que representaba. De repente, se encontró con un niño que, sin conocerle de nada, le tomó de la mano y le empezó a hablar con toda confianza. El actor quedó perplejo y los ojos del alma se le abrieron: ahí comenzó su conversión.
Siempre me ha fascinado esta historia porque muestra, de una manera muy plástica –la cándida confianza de un niño– lo que los hombres supuestamente intelectuales de nuestro tiempo han olvidado: que el ser humano no es sólo cuerpo, sino también espíritu. Nada tan opuesto a lo que muchos hoy tienen como su credo personal, si a un credo se le puede llamar el materialismo más atroz.
Es Juan Manuel de Prada quien ha descrito, como casi nadie, los efectos de esta desgarradora “fisiologización” del hombre, como él lo llama, pues lo vuelve en “un pedazo de aburrida carne que no tiene otro anhelo sino la satisfacción de unos cuantos apetitos y pulsiones”. Y cuando todas esas atracciones se mueren con el paso del tiempo –y suelen pasar muy rápido– el suicidio es una de las caras lúgubres que se asoma tras la vuelta de la esquina.
Por el contrario, la visión trascendente del hombre –y el cristianismo en primerísimo lugar– da respuestas a los interrogantes más profundos del ser humano. ¿Incluso la muerte de un ser querido? Me atrevería a decir que sobre todo ante la muerte.
A la persona que se queda en la tierra llorando el vacío desgarrador de la ausencia, el cristianismo dice algo al desconsolado que le hace lo demás trivial, algo que desea escuchar y tener constancia de modo infinito: Dios puede y te regresará tu ser querido a la vida. Hay una resurrección. ¿Qué diferencia hace esto? Simplemente la diferencia entre el gozo infinito y eterno y la pena infinita y eterna.
Así pues, ¿qué respuesta dar a esos 3 mil 421 españoles que el año 2008 se quitaron la vida? ¿Cómo hacer que el número caiga o, quiéralo Dios, desaparezca? De nuevo acudo a la ayuda de Benedicto XVI, quien responde, de modo mucho más seguro que yo; lo hace tomando la figura del apóstol Pablo y poniendo los puntos sobre una virtud claramente cristiana, la esperanza:
“Para Pablo, la esperanza no es sólo un ideal o un sentimiento, sino una persona viva: Jesucristo, el Hijo de Dios. Impregnado en lo más profundo por esta certeza, podrá decir a Timoteo: ‘Hemos puesto nuestra esperanza en el Dios vivo’ (1 Tm 4,10). El “Dios vivo” es Cristo resucitado y presente en el mundo. Él es la verdadera esperanza: Cristo que vive con nosotros y en nosotros y que nos llama a participar de su misma vida eterna. Si no estamos solos, si Él está con nosotros, es más, si Él es nuestro presente y nuestro futuro, ¿por qué temer?” (Mensaje del Santo Padre Benedicto XVI con ocasión de la 24 Jornada Mundial de la Juventud, 2009).
¡Y qué pena que a esos 3 mil 241 españoles no se lo hayan dicho a tiempo!
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